17 enero 2009

Ahmet, el Rubio

Ahmet el Rubio ha aprendido a no llorar con los ojos, sino con el corazón. Tiene cincuenta y siete años, una casa de adobe, un puñado de libros y una antena parabólica con la que está conectado al mundo. Escucha la radio por la noche desde que era un niño, es seguidor del Real Madrid y, paradójicamente, preside la Peña del Barça de los campamentos de refugiados saharauis. Cuando habla, lo hace sin levantar la voz, como susurrando.

Ahmet el Rubio nació en Villa Cisneros, en la antigua provincia española del Sáhara Occidental. A los diecisiete años ya había estado en la cárcel por sus ideas políticas. Estudiaba en el instituto, cuando una noche alguien le aconsejó que escapara antes de que fueran a buscarlo. Marruecos estaba invadiendo su país por el norte y Mauritania por el sur. Huyó con lo puesto. Primero, a Canarias. De allí marchó a Madrid. Cuando se enteró de que la Marcha Verde de Hassan II había provocado el éxodo de 75.000 compatriotas suyos al desierto argelino, tomó un avión y se unió a su pueblo. En la mochila llevaba un libro de Federico García Lorca, una foto del Che y una cinta de cassette de Serrat. Sólo su padre había conseguido escapar de Villa Cisneros. El resto de la familia se quedó allí para siempre.

Ahmet el Rubio pasó dieciséis años en el frente, luchando contra el ejército marroquí. Cada seis meses iba a los campamentos de refugiados saharauis a pasar unos días, pero allí no tenía a nadie. Su padre estaba en otro punto del frente. Durante ese tiempo sólo se vieron tres veces, y nunca más de cinco minutos. Cuando en 1991 se firmó el alto el fuego con Marruecos, se quedó definitivamente en los campamentos. Ahora vive en Auserd, en la daira de Zug, acompañado por su mujer, sus tres hijos, un puñado de libros y de películas y una memoria prodigiosa.

Ahmet el Rubio volvió a ver a su madre treinta años después. Regresó a Villa Cisneros con un grupo de la ONU y se dio de frente con su pasado. Su madre conservaba aún sus pantalones vaqueros de campana, sus zapatillas de deporte, los libros del instituto y un magnetófono que Ahmet compró con sus ahorros. Todas las noches, antes de acostarse, la mujer entraba a la habitación de su primogénito y contemplaba esos objetos que mantenían viva la memoria de su hijo. Me lo cuenta susurrando, como si temiera que el viento del desierto se llevara sus palabras.

Ahmet el Rubio visitó su ciudad, tres décadas después, y no reconoció nada. La escuela, situada en el fuerte militar, había sido derribada como todo el edificio colonial. El cine Lumen y el cine Sáhara ya no existían. Sólo encontró en pie el instituto. Y en un rincón, grabados en las paredes seguían los nombres de sus compañeros de estudios. Pasó la mano sobre ellos y sus rostros aparecieron de repente. Algunos habían muerto en el frente, de otros no sabía nada.

Ahmet el Rubio es un testimonio vivo. Lo animo para que escriba sus memorias, y me dice que sí, que lo está pensando. Alguien tiene que contar la historia de Hussein, que murió por una esquirla de metralla que se le clavó sin que nadie se hubiera percatado de la gravedad de su herida. Alguien tiene que hablar de los dieciséis años en el frente, oyendo la radio española, la música de su juventud, sus señas de identidad. Una noche mientras el ejército saharaui avanzaba en silencio para romper las líneas marroquíes, Ahmet sujetaba con una mano el fusil y con la otra escuchaba la radio. De repente, el locutor mandó un saludo desde España para el pueblo saharaui; era Jesús Quintero. A Ahmet se le heló la sangre. Se lo contó a sus compañeros y todos corrieron a escuchar la radio. La operación estuvo a punto de fracasar por el alboroto. Otras noches, mientras hacían guardia, escuchaban el mítico programa Vuelo 605, de Ángel Álvarez, y muchos tenían que alejarse a llorar cuando sonaban las canciones que habían bailado con sus novias.

Ahmet el Rubio me cuenta todo esto dentro de un todoterreno, en mitad del desierto. Sólo se oye su voz y el viento. “Hace tiempo que no lloro con los ojos —me confiesa en voz baja—. Ahora sólo lloro con el corazón”. Después, trata de sonreír, pero no lo consigue.

Luís Leante

Luís Leante ganó el premio Alfaguara en 2007 por su novela “Mira si yo te querré” ambientada en el drama del pueblo saharaui

6 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

y la brillantez de este texto da cuenta de su escritura, sin duda.

Anónimo dijo...

... Y no veas lo que sobrecoge!

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Es Una lectura muy buena. La verdad...como dice salondesol, me ha sobrecogido.
Un saludo

Rosa dijo...

A mí me lo recomendó Antònia P. y leí el verano pasado. ¡GENIAL!. Una bonita historia de amor donde se contrastan las dos culturas.
El final no me lo esperaba "de ninguna de las maneras".
Me sorprendió bastante.

Un brazo.

Merche Pallarés dijo...

Excelente escrito. Muy conmovedor. Besotes, M.

Francisco O. Campillo dijo...

Compruebo que algunos ya habéis leído la novela "Mira si yo te querré"; desde aquí la recomiendo una vez más. No porque esté ambientada en el Sáhara, sino porque creo que merece la pena su lectura.

P.S. Por cierto, este post se ha publicado con la autorización de Luís Leante.