09 octubre 2005

Yminaya

Si tuviese que poner cara y ojos a mi experiencia en el Sáhara no lo dudaría ni un instante: sería el rostro de Yminaya.

Desde el primer instante en que la vi, me recordó intensamente a mi hija Ana. Los mismos ojos chispeantes. Idéntica sonrisa pícara. Con ella y con su familia compartí una semana en los campamentos de Tinduf bajo las lonas acogedoras de su jaima –su madre me explicó que era más apropiado llamarle gueton- y allí aprendí mis primeras palabras en hassania. Entre risas y bromas, comencé a atisbar el drama de un pueblo varado a medio camino hacia ninguna parte, pero que no pierde la esperanza y la fe en un mañana mejor.

Ahora se que Yminaya va al cole porque he visto fotos suyas con sus compañeros de clase. Estará aprendiendo a leer y a escribir. Comenzará a sumar y muy pronto a restar. Posiblemente, esté ahora jugando con sus amigos. Tal vez, en el Centro Juvenil de Hagunía, que está a poco más de doscientos metros de su casa, Yminaya avance en el hermoso camino de la amistad junto a otros niños y niñas de su edad…

igual que mi hija Ana.

No pude, y no puedo hacerlo ahora, dos años después, dejar de pensar en los futuros tan diferentes que les esperan a estas dos niñas tan parecidas. Y este es uno de los motivos que me impulsan a dedicar mi esfuerzo a este proyecto solidario… ladrillo a ladrillo.

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