Una versión de este artículo, bajo el título "Sáhara, crónica de un abandono" ha sido publicado el 14 de noviembre de 2.005 en DIARIO DE BURGOS en la sección de Opinión.
En estos días se cumplen 30 años de la Marcha Verde con la que Hassan II empujó a 300.000 hombres y mujeres (y 25.000 soldados) hacía una incierta aventura anexionista a través del desierto. Y treinta años también de la firma de los Acuerdos Tripartitos por los que España cedía la administración –que no la soberanía- del Sáhara Occidental a Marruecos y Mauritania en una componenda de dudosa legalidad.
Así fue como nuestro país abandonó al pueblo saharaui a su suerte. La ONU propugnaba la celebración de un referéndum de autodeterminación y ésa era la solución que tenía que haber aplicado el gobierno español antes de su salida del territorio. Pero hoy es muy fácil juzgar con severidad las decisiones que se tomaron en un contexto radicalmente diferente del actual. Conviene, por tanto, que hagamos un poquito de memoria.
Aunque yo tenía sólo 9 años, recuerdo los Telediarios – para mis padres eran “El Parte”- en los que se informaba sobre el estado de extrema gravedad de Franco. Y este recuerdo se entrecruza con las imágenes de una lejana multitud que avanza lentamente entre la calima, y el de unos legionarios cubiertos de finísima arena apostados frente a aquella riada humana. Tan sólo un mes antes, a la vuelta del cole, había visto un enorme gentío que reclamaba a gritos libertad y justicia, y ese niño que era yo, no entendía nada. Luego supe que en aquellos días de septiembre del 75, muy cerca de mi casa, tres personas fueron ejecutadas. “Al alba, al alba, quiero que no me abandones, amor mío al alba”. Al mismo tiempo, Olof Palme se manifestaba en Estocolmo defendiendo los derechos humanos en España y ahora su nombre encabeza un centro cívico en los campamentos de refugiados de Tinduf donde he pasado unos inolvidables momentos de trabajo en equipo.
Aquel Régimen que agonizaba en el palacio de El Pardo estaba situado en las antípodas de éste que hemos construido entre todos. Baste un ejemplo: lo que estoy haciendo en este preciso momento –que no es otra cosa que defender públicamente mis opiniones- podía ser considerado delito en aquella España y estaba sometido a una censura previa que resultaba perversa para la libertad de pensamiento y de expresión.
Y finalmente se abrieron las ventanas de par en par para que entrase el aire fresco: amnistía para todos los presos políticos, legalización de los partidos, elecciones libres, elaboración y aprobación por referéndum de una Constitución de concordia… y todo ello en poco más de dos años. También se superaron momentos dramáticos que pretendían fracturar la voluntad de ese pueblo que oía cantar a Jarcha “Dicen los viejos que en este país hubo una guerra, y hace falta palo y mano dura, para evitar lo peor (…)”. En Atocha, siempre Atocha, morían asesinados cinco hombres que defendían la libertad de todos, y la banda terrorista ETA, y en menor medida el enigmático GRAPO, provocaban una horrenda sangría de vidas humanas, que casi llegó a hacerse cotidiana. “Habla pueblo habla, tuya es la palabra, no oigas a quien diga que calle el pueblo”. Otra canción de esa Transición modélica desde la dictadura a la democracia, con una sincera y generosa reconciliación entre formas diferentes de entender la convivencia.
¿Hubiese sido posible este proceso con el telón de fondo de una guerra colonial en África? ¿O se hubiese aplazado indefinidamente la reforma? Incluso peor aún puesto que la guerra es el caldo de cultivo propicio para que surjan los liderazgos “salvadores”. La izquierda vio clara esta amenaza y condensó su postura en una frase contundente “Ni una gota de sangre española por el Sáhara”. Fue injusto, pero todos queríamos mirar hacia delante con esperanza.
Mientras tanto, el pueblo saharaui emprendía su dramático éxodo hacía la Hamada argelina bajo el napalm de la aviación marroquí. E iniciaba sus legítimas reclamaciones ante la comunidad internacional.
Todo ello ocurrió hace ahora treinta años y es ya Historia. Y aunque nadie puede rectificar los errores del pasado, todos podemos aprender de ellos y trabajar para enmendarlos. Por eso, hoy, debemos exigir a nuestro gobierno que asuma su responsabilidad y, en el marco de Naciones Unidas, propicie e impulse una solución definitiva para este conflicto enquistado.
Así fue como nuestro país abandonó al pueblo saharaui a su suerte. La ONU propugnaba la celebración de un referéndum de autodeterminación y ésa era la solución que tenía que haber aplicado el gobierno español antes de su salida del territorio. Pero hoy es muy fácil juzgar con severidad las decisiones que se tomaron en un contexto radicalmente diferente del actual. Conviene, por tanto, que hagamos un poquito de memoria.
Aunque yo tenía sólo 9 años, recuerdo los Telediarios – para mis padres eran “El Parte”- en los que se informaba sobre el estado de extrema gravedad de Franco. Y este recuerdo se entrecruza con las imágenes de una lejana multitud que avanza lentamente entre la calima, y el de unos legionarios cubiertos de finísima arena apostados frente a aquella riada humana. Tan sólo un mes antes, a la vuelta del cole, había visto un enorme gentío que reclamaba a gritos libertad y justicia, y ese niño que era yo, no entendía nada. Luego supe que en aquellos días de septiembre del 75, muy cerca de mi casa, tres personas fueron ejecutadas. “Al alba, al alba, quiero que no me abandones, amor mío al alba”. Al mismo tiempo, Olof Palme se manifestaba en Estocolmo defendiendo los derechos humanos en España y ahora su nombre encabeza un centro cívico en los campamentos de refugiados de Tinduf donde he pasado unos inolvidables momentos de trabajo en equipo.
Aquel Régimen que agonizaba en el palacio de El Pardo estaba situado en las antípodas de éste que hemos construido entre todos. Baste un ejemplo: lo que estoy haciendo en este preciso momento –que no es otra cosa que defender públicamente mis opiniones- podía ser considerado delito en aquella España y estaba sometido a una censura previa que resultaba perversa para la libertad de pensamiento y de expresión.
Y finalmente se abrieron las ventanas de par en par para que entrase el aire fresco: amnistía para todos los presos políticos, legalización de los partidos, elecciones libres, elaboración y aprobación por referéndum de una Constitución de concordia… y todo ello en poco más de dos años. También se superaron momentos dramáticos que pretendían fracturar la voluntad de ese pueblo que oía cantar a Jarcha “Dicen los viejos que en este país hubo una guerra, y hace falta palo y mano dura, para evitar lo peor (…)”. En Atocha, siempre Atocha, morían asesinados cinco hombres que defendían la libertad de todos, y la banda terrorista ETA, y en menor medida el enigmático GRAPO, provocaban una horrenda sangría de vidas humanas, que casi llegó a hacerse cotidiana. “Habla pueblo habla, tuya es la palabra, no oigas a quien diga que calle el pueblo”. Otra canción de esa Transición modélica desde la dictadura a la democracia, con una sincera y generosa reconciliación entre formas diferentes de entender la convivencia.
¿Hubiese sido posible este proceso con el telón de fondo de una guerra colonial en África? ¿O se hubiese aplazado indefinidamente la reforma? Incluso peor aún puesto que la guerra es el caldo de cultivo propicio para que surjan los liderazgos “salvadores”. La izquierda vio clara esta amenaza y condensó su postura en una frase contundente “Ni una gota de sangre española por el Sáhara”. Fue injusto, pero todos queríamos mirar hacia delante con esperanza.
Mientras tanto, el pueblo saharaui emprendía su dramático éxodo hacía la Hamada argelina bajo el napalm de la aviación marroquí. E iniciaba sus legítimas reclamaciones ante la comunidad internacional.
Todo ello ocurrió hace ahora treinta años y es ya Historia. Y aunque nadie puede rectificar los errores del pasado, todos podemos aprender de ellos y trabajar para enmendarlos. Por eso, hoy, debemos exigir a nuestro gobierno que asuma su responsabilidad y, en el marco de Naciones Unidas, propicie e impulse una solución definitiva para este conflicto enquistado.
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