Arturo Pérez-Reverte
Número: 1055 XL SEMANAL
Del 13 al 19 de enero de 2008
Guardo entre mis papeles una vieja portada del diario ABC. Se trata de una foto hecha en el Sáhara el 5 de noviembre de 1975, víspera de la Marcha Verde. En la foto, tomada a través de las alambradas de la frontera norte, cerca de Tah, se ve un Land Rover con varios soldados encima. «Miembros de la Policía Territorial del Ejército español patrullan la zona fronteriza», dice el pie. La imagen es un poco borrosa por el efecto del sol en el desierto, y la distancia. En la parte trasera del vehículo, un territorial salta fusil en mano y otro mira a lo lejos, hacia el fotógrafo que, desde el lado marroquí, toma aquella foto con teleobjetivo. Esa portada la conservo porque el soldado que mira hacia las alambradas no es un soldado: soy yo con veintitrés años, vestido con el uniforme que mis amigos de la Territorial me prestaban para que pudiera acompañarlos camuflado en sus patrullas, sin que el cuartel general de El Aaiún, que tenía prohibido a los reporteros el acceso a esa parte de la frontera, se enterase de nada. Pronto supimos que el control de periodistas no era simple rutina. Por órdenes del Gobierno –a Franco le quedaban dos semanas de vida– se había montado aquel paripé fronterizo, los campos de minas y demás, para justificar la entrega del Sáhara a Marruecos. No querían testigos rondando cerca. Algunos lo hicimos, pese a todo, contándolo todo lo mejor que pudimos y nos dejaron. Gracias, entre otras cosas, a aquel uniforme prestado por los territoriales, cuyo elzam –el turbante de tela color arena– todavía conservo treinta y dos años después, cuidadosamente doblado en un cajón.
Hoy quiero hablarles de un tipo corpulento que aparece de espaldas en esa portada del ABC, sentado junto al conductor del Land Rover. Se llamaba Diego Gil Galindo y era capitán de la Policía Territorial del Sáhara. También era uno de mis héroes. Después de algunos problemas que tuve con las autoridades militares locales, que no podían expulsarme pero sí quitarme el alojamiento oficial y otras facilidades operativas, él y sus compañeros me habían adoptado como quien se hace cargo de un perro abandonado. Por ese tiempo vivía clandestinamente en su cuartel, salía de patrulla con ellos y trasmitía mis crónicas a hurtadillas, por el teléfono del bar de oficiales. Todos cuidaron de mí hasta el final, correspondiendo generosos a una estrecha relación fraguada desde el primer día en que, joven reportero del diario Pueblo, aterricé en El Aaiún. Durante nueve meses ellos fueron mis amigos, mis padres y mis hermanos; y a su lealtad debo exclusivas en primera página, experiencias intensas y episodios singulares; alguno de los cuales, fiel a las reglas, no publiqué jamás. Eso incluyó desde incursiones clandestinas en Marruecos –esas playas con marea baja a la luz de la luna– a historias personales, como la noche en que el teniente Albaladejo, un tipo duro de los de toda la vida, le partió la cara a un canario borracho cuando éste quiso apuñalarme en el cabaret El Oasis mientras yo me defendía torpemente, acorralado contra la pared, con una cazadora enrollada en el brazo izquierdo. También incluyó las lágrimas del capitán Gil Galindo –aquel hombretón de casi dos metros lloraba desconsolado, como una criatura– la última vez que recorrimos El Aaiún, entregado a las tropas marroquíes, mientras él repetía, una y otra vez: «Qué vergüenza, gollete –siempre me llamaba gollete, niño, en hassanía–... Qué vergüenza».
Diego Gil Galindo murió hace unos días. Me llamó su hija para decírmelo. Estando en las últimas quiso que telefonearan a sus amigos para desearles Feliz Navidad. Entre ellos incluyó mi nombre, aunque en treinta y dos años sólo habíamos vuelto a vernos una vez, durante apenas cinco minutos de agridulce nostalgia de aquel Sáhara que tanto amamos y que ya no existe. Cuando hace unos días recibí el mensaje, el antiguo capitán de la Territorial ya había muerto. Me contó su hija que supo irse como había vivido: mirando el último salto cara a cara, estoico, sereno, con los redaños donde siempre los tuvo: en su sitio. Que un cura fue a verlo, y al terminar Diego le dijo: «¿Ya estoy listo para irme, padre?», y luego fue a Dios callado y humilde, como buen soldado. Él creía en esas cosas, así que deseo que haya llegado a donde quería: a esa orilla donde sólo llegan los hombres valientes. Espero que ahora esté en el bar de oficiales de allí, apoyado en la barra con los viejos camaradas: López Huertas, Fernando Labajos y los otros. Los muertos y los que morirán. Y que, cuando todos se hayan reunido de nuevo, salgan a nomadear por la Eternidad, bajo la Cruz del Sur, recorriendo los grandes desiertos sin fronteras. Ojalá también esta vez me reserven un elzam, una manta y un sitio en el Land Rover.
Número: 1055 XL SEMANAL
Del 13 al 19 de enero de 2008
Guardo entre mis papeles una vieja portada del diario ABC. Se trata de una foto hecha en el Sáhara el 5 de noviembre de 1975, víspera de la Marcha Verde. En la foto, tomada a través de las alambradas de la frontera norte, cerca de Tah, se ve un Land Rover con varios soldados encima. «Miembros de la Policía Territorial del Ejército español patrullan la zona fronteriza», dice el pie. La imagen es un poco borrosa por el efecto del sol en el desierto, y la distancia. En la parte trasera del vehículo, un territorial salta fusil en mano y otro mira a lo lejos, hacia el fotógrafo que, desde el lado marroquí, toma aquella foto con teleobjetivo. Esa portada la conservo porque el soldado que mira hacia las alambradas no es un soldado: soy yo con veintitrés años, vestido con el uniforme que mis amigos de la Territorial me prestaban para que pudiera acompañarlos camuflado en sus patrullas, sin que el cuartel general de El Aaiún, que tenía prohibido a los reporteros el acceso a esa parte de la frontera, se enterase de nada. Pronto supimos que el control de periodistas no era simple rutina. Por órdenes del Gobierno –a Franco le quedaban dos semanas de vida– se había montado aquel paripé fronterizo, los campos de minas y demás, para justificar la entrega del Sáhara a Marruecos. No querían testigos rondando cerca. Algunos lo hicimos, pese a todo, contándolo todo lo mejor que pudimos y nos dejaron. Gracias, entre otras cosas, a aquel uniforme prestado por los territoriales, cuyo elzam –el turbante de tela color arena– todavía conservo treinta y dos años después, cuidadosamente doblado en un cajón.
Hoy quiero hablarles de un tipo corpulento que aparece de espaldas en esa portada del ABC, sentado junto al conductor del Land Rover. Se llamaba Diego Gil Galindo y era capitán de la Policía Territorial del Sáhara. También era uno de mis héroes. Después de algunos problemas que tuve con las autoridades militares locales, que no podían expulsarme pero sí quitarme el alojamiento oficial y otras facilidades operativas, él y sus compañeros me habían adoptado como quien se hace cargo de un perro abandonado. Por ese tiempo vivía clandestinamente en su cuartel, salía de patrulla con ellos y trasmitía mis crónicas a hurtadillas, por el teléfono del bar de oficiales. Todos cuidaron de mí hasta el final, correspondiendo generosos a una estrecha relación fraguada desde el primer día en que, joven reportero del diario Pueblo, aterricé en El Aaiún. Durante nueve meses ellos fueron mis amigos, mis padres y mis hermanos; y a su lealtad debo exclusivas en primera página, experiencias intensas y episodios singulares; alguno de los cuales, fiel a las reglas, no publiqué jamás. Eso incluyó desde incursiones clandestinas en Marruecos –esas playas con marea baja a la luz de la luna– a historias personales, como la noche en que el teniente Albaladejo, un tipo duro de los de toda la vida, le partió la cara a un canario borracho cuando éste quiso apuñalarme en el cabaret El Oasis mientras yo me defendía torpemente, acorralado contra la pared, con una cazadora enrollada en el brazo izquierdo. También incluyó las lágrimas del capitán Gil Galindo –aquel hombretón de casi dos metros lloraba desconsolado, como una criatura– la última vez que recorrimos El Aaiún, entregado a las tropas marroquíes, mientras él repetía, una y otra vez: «Qué vergüenza, gollete –siempre me llamaba gollete, niño, en hassanía–... Qué vergüenza».
Diego Gil Galindo murió hace unos días. Me llamó su hija para decírmelo. Estando en las últimas quiso que telefonearan a sus amigos para desearles Feliz Navidad. Entre ellos incluyó mi nombre, aunque en treinta y dos años sólo habíamos vuelto a vernos una vez, durante apenas cinco minutos de agridulce nostalgia de aquel Sáhara que tanto amamos y que ya no existe. Cuando hace unos días recibí el mensaje, el antiguo capitán de la Territorial ya había muerto. Me contó su hija que supo irse como había vivido: mirando el último salto cara a cara, estoico, sereno, con los redaños donde siempre los tuvo: en su sitio. Que un cura fue a verlo, y al terminar Diego le dijo: «¿Ya estoy listo para irme, padre?», y luego fue a Dios callado y humilde, como buen soldado. Él creía en esas cosas, así que deseo que haya llegado a donde quería: a esa orilla donde sólo llegan los hombres valientes. Espero que ahora esté en el bar de oficiales de allí, apoyado en la barra con los viejos camaradas: López Huertas, Fernando Labajos y los otros. Los muertos y los que morirán. Y que, cuando todos se hayan reunido de nuevo, salgan a nomadear por la Eternidad, bajo la Cruz del Sur, recorriendo los grandes desiertos sin fronteras. Ojalá también esta vez me reserven un elzam, una manta y un sitio en el Land Rover.
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Aquella navidad del 75, antiguo artículo sobre Diego Gil Galindo de Arturo Pérez Reverte. Pincha para leer
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