Creo que aún no había cumplido los cinco años cuando mi padre –dios le perdone todos sus pecados- me llevó a los toros. Tanto me impresionó, que al día siguiente dibujé todo aquello; incluso gané un premio.
No es que el niño lo haga mal, es que estábamos muy lejos y se veía todo pequeño, le explicó a mi madre cuando miró mi dibujo. En su descargo, debo confesar que aquellos fueron los últimos tiempos bárbaros. Yo mismo, jugaba con mis amigos a tiranos piedras, a asar patatas en las brasas, a cazar pájaros y a apresar culebras de agua, cangrejos y renacuajos, según la temporada. Afortunadamente, mis hijas han avanzado notablemente en el progreso de la civilización y ahora dividen gran parte de su tiempo entre la videoconsola y el Disney Channel.
Reconozco que en el tema de los toros tengo sentimientos enfrentados. En los últimos meses he leído los argumentos de quienes defienden su prohibición. Algunos han escrito lindísimos pasajes asumiendo el papel del toro de lidia. No me atreveré yo a tanto. Entre otras cosas, porque sólo hablo en mi propio nombre.
Pero tengo clara una cosa. Si tuviese que elegir entre ser un buey de carga o un toro de lidia, no lo dudaría ni un instante, tal vez sólo en la última media hora de mi vida. No digo nada si entre las alternativas me incluyen la gallina ponedora de las granjas industriales o el ganado estabulado para su engorde. Así que dándole vueltas a este asunto, he recordado unos versos de Miguel Hernández.
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones, desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España
Demasiado épico para estos tiempos que nos han tocado en suerte. Santiago Amón dijo hace ya más de veinte años que en este país no cabía ni un tonto más. Se equivocaba el maestro, y más ahora que podrán campar a sus anchas por las dehesas.
Ayer fue Cataluña quien prohibió los toros. Parece ser que últimamente basamos nuestro progreso en la prohibición en vez de hacerlo en el descubrimiento, la invención o la idea original. También por eso mismo, he recordado alguna charla que mantuve con directivos de mi antigua empresa en Barcelona donde, ya a los postres, les pedía perdón por el expolio y el saqueo que los castellanos habíamos perpetrado en su tierra quedándonos para nosotros las mejores carreteras, las más prestigiosas universidades y hospitales… ¿para qué seguir? Por fortuna para mi, nunca tomaron esas chanzas mías muy en serio.
No es que el niño lo haga mal, es que estábamos muy lejos y se veía todo pequeño, le explicó a mi madre cuando miró mi dibujo. En su descargo, debo confesar que aquellos fueron los últimos tiempos bárbaros. Yo mismo, jugaba con mis amigos a tiranos piedras, a asar patatas en las brasas, a cazar pájaros y a apresar culebras de agua, cangrejos y renacuajos, según la temporada. Afortunadamente, mis hijas han avanzado notablemente en el progreso de la civilización y ahora dividen gran parte de su tiempo entre la videoconsola y el Disney Channel.
Reconozco que en el tema de los toros tengo sentimientos enfrentados. En los últimos meses he leído los argumentos de quienes defienden su prohibición. Algunos han escrito lindísimos pasajes asumiendo el papel del toro de lidia. No me atreveré yo a tanto. Entre otras cosas, porque sólo hablo en mi propio nombre.
Pero tengo clara una cosa. Si tuviese que elegir entre ser un buey de carga o un toro de lidia, no lo dudaría ni un instante, tal vez sólo en la última media hora de mi vida. No digo nada si entre las alternativas me incluyen la gallina ponedora de las granjas industriales o el ganado estabulado para su engorde. Así que dándole vueltas a este asunto, he recordado unos versos de Miguel Hernández.
No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones, desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España
Demasiado épico para estos tiempos que nos han tocado en suerte. Santiago Amón dijo hace ya más de veinte años que en este país no cabía ni un tonto más. Se equivocaba el maestro, y más ahora que podrán campar a sus anchas por las dehesas.
Ayer fue Cataluña quien prohibió los toros. Parece ser que últimamente basamos nuestro progreso en la prohibición en vez de hacerlo en el descubrimiento, la invención o la idea original. También por eso mismo, he recordado alguna charla que mantuve con directivos de mi antigua empresa en Barcelona donde, ya a los postres, les pedía perdón por el expolio y el saqueo que los castellanos habíamos perpetrado en su tierra quedándonos para nosotros las mejores carreteras, las más prestigiosas universidades y hospitales… ¿para qué seguir? Por fortuna para mi, nunca tomaron esas chanzas mías muy en serio.